VOLANDO VOY
Escrito por Fernando Ese Ele el 07 de Junio 2022.
El vehículo eléctrico se mueve con soltura por los amplios corredores de la terminal. El conductor ha desarrollado en un par de meses una rara habilidad para sortear viajeros. Su hoja de servicios aparece limpia de accidentes, como las sábanas de un lecho conyugal antes de la primera noche de bodas. Gigantescos ventanales proyectan hacia el interior la imagen de un bucólico día soleado, iluminando un cielo limpio, casi virginal, sobre un paraje yermo, tan solo poblado por el asfalto de las pistas de aterrizaje. Ramón Buenaventura sigue su ronda cotidiana sin grandes novedades, en contraste con una noche inquieta, huérfana de suficientes horas de sueño reparador.
Su pequeña habitación, situada como todas las demás del personal autoencargado del mantenimiento y la organización en el bloque anexo H24, con una larga pasarela de acceso al edificio principal, emite un leve pero constante zumbido al que aún no se ha acostumbrado. El estancia consta de los siguientes elementos: una cama de 1,20 m con estructura articulada y mando a distancia, recuperada de los antiguos hospitales que fueron desmantelados; una mesa escolar y una silla básica, procedente de uno de los institutos del distrito Buen Suceso; un sofá de lectura con brazos rectos de madera y tela de espiguilla azul; una tabla de aglomerado con
revestimiento imitación a roble, adosada a la pared con dos escuadras del mismo material; una lámpara de pie con dos focos; y una mini nevera de su propiedad para mantener fresca el agua.
En un rincón cuelga un retrato enmarcado de su hija mayor, de cuando se graduó el pasado mes de junio en la facultad de Bellas Artes. Desde niña mostró una rara fascinación por cualquier objeto que pudiese imprimir color en una superficie. Qué éxitos y reconocimientos habrían premiado un talento tan desbordante, pensó, como cada vez que detenía la mirada en la exultante sonrisa de Sara, bajo la sombra del sempiterno y personal flequillo recto al que no había querido renunciar nunca. Junto a ella, la imagen que congeló aquella hazaña científica que tanta admiración había suscitado entre sus compañeros y que recorrió, al menos por un día, las aperturas de los boletines de noticias de radios y televisiones, de periódicos y canales digitales y, cómo no, de las redes sociales: la secuenciación completa del código genético del virus que, apenas tres años después, había liquidado prácticamente a la especie humana. La tercera de las imágenes correspondía a su pareja de toda la vida, la mujer que conoció en la facultad, durante unas prácticas del último curso y de la que no se había separado más de cinco o seis días seguidos a lo largo de su relación, siempre por motivos profesionales, para asistir a algún congreso o compromisos así.
Esperanza aparecía en la instantánea con la hija menor, acogida por ambos durante la guerra de Ucrania y adoptada posteriormente. Sofía lucía un casco de ciclista, agarrada con fuerza al manillar de la bicicleta, con una expresión entre divertida y asustada, mientras su circunstancial madre prevenía una posible caída con una mano en su cintura y la otra en la parte trasera del sillín.
El baño comunitario queda al fondo de la segunda planta, con el equipamiento básico y una técnica constructiva que denota la urgencia con que fue concebido. Una amplia hilera cabinas de ducha se sucede frente a una encimera corrida con una treintena de lavabos bajo un espejo de una sola pieza que cubre el paño entero de lado a lado. En el piso superior se encuentra el comedor y el salón social. Del primero, pocos rasgos reseñables, correcto y funcional, sin alardes decorativos de ningún tipo. El mayor encanto es el recinto que se encuentra al lado de la cocina, una suerte de invernadero donde empiezan a crecen tomates, patatas, guisantes, judías, calabacines, zanahorias, cebollas, coles, pepinos y algunos productos más que los encargados consiguen ir introduciendo.
En cuanto al espacio para relacionarse, lo más llamativo es la ruleta de la fortuna plantada en una de las esquinas, que la subdirectora electa del aeropuerto trajo antes de que las instalaciones fueran cerradas casi herméticamente. Al parecer, procede de una feria desaguazada donde su padre se ganaba la vida con una caseta repleta de peluches y juguetes. El estridente sonido de aquel artilugio girando sin cesar, regalando sorpresas y frustraciones, fue la banda sonora durante buena parte de su infancia. El resto es muy heterogéneo. Mesas, sillas, sillones, estanterías, aparadores, cajoneras, alguna que otra alfombra, ventiladores, juegos de mesa, pantallas de televisor, objetos varios… Llegaron hasta ahí desde las propias casas de los que comparten el lugar, algunos por utilidad y otros por puro sentimentalismo.
Ramón patrulla ahora la zona de salidas. Junto a las puertas de embarque se concentra la mayor parte de los residentes. Es donde se encuentran los asientos. La mayoría tiene dueño por un derecho meramente consuetudinario. Al menos, la temperatura sigue siendo agradable, aunque nadie es capaz de vaticinar cuánto durarán las reservas de combustible para los generadores de emergencia. Desde los aviones estacionados, unidos a la terminal por los fingers, salen en pequeños grupos a estirar las piernas. En las cintas mecánicas hay una larga fila de gente caminando sin avanzar, una actividad que les recuerda al gimnasio. Los niños abundan. Les encanta subir y bajar por los ascensores panorámicos y correr por las cintas en sentido contrario.
Pocos son los que conservan alguno de sus progenitores. En cierta forma han pasado a formar parte de la prole comunal. Cualquier adulto a su alrededor asume cierta responsabilidad sobre su bienestar.
No hay noticias del exterior. Bueno, puede que sí. Lo que no existen ya son medios para difundirlas. Nadie al otro lado. La creencia más extendida es que habrá otros aeropuertos en el mundo que se hayan convertido en improvisados centros de resistencia ante el colapso biológico. Gracias a los filtros HEPA, que renuevan el aire cada tres minutos, fueron prácticamente los únicos sitios donde pudieron refugiarse los supervivientes. Para pasar el tiempo, los que han encontrado acomodo en el interior de los aviones entran por turnos en la cabina del piloto e inventan instrucciones de despegue rumbo a lejanos destinos, mientras toquetean los botones y tiran del volante hacía sí, como si estuvieran a punto de remontar el vuelo.
Dear passengers, we have started the descent. In a few minutes we will be landing at Phuket International Airport. Please fasten your seat belts and keep your seat back in a straight position. The outside temperature is 28º C and the weather is humid and sunny, with small gusts of wind.
El crío del asiento de atrás propina otras dos pataditas a la butaca. Ya he perdido la cuenta. Su madre no ha reprimido su comportamiento en todo el trayecto y yo tampoco he tenido valor para protestar, aunque debido a esta circunstancia me quedé sin dormir en toda la noche. Por si no tenía bastante, la pareja que está a mi lado, ocupando la ventanilla y la butaca central, han estado todo el tiempo moviéndose, riéndose, bebiendo una cerveza tras otra, pidiendo paso en demasiadas ocasiones para la salir al baño a evacuar sus excesos y disculpándose exageradamente por cada una de sus molestas acciones.
Tienen pinta de vivir en Doha, donde hice el tránsito hacia Tailandia. En su país son estrictos con el alcohol y pienso “pobrecillos, para una alegría que se pueden permitir… Cuando regresen, a saber cuándo vuelven a pillar unas latas de Budweiser”. Además, parecen recién casados por la complicidad con que se miran y buscan sus cuerpos.
Repasé el programa entretenimiento. Me sorprendió su gran oferta de cine europeo, africano, asiático, de Hollywood y de Bollywood, pero no me apetecía mucho poner una película. Tampoco escuchar música. Leí un rato la guía del destino hasta que empecé a bostezar.
Hice algún intento de concentrarme en el sueño tras colocarme el antifaz y los tapones para los oídos que venían en el kit de viaje. Todos en vano. Volví a abrir las páginas. Subrayé algunos datos de interés y sentí de nuevo la pesadez de los párpados. El estrecho espacio impedía colocarse en una posición mínimamente cómoda. Vencido ante tantas estrategias frustradas, saqué el portátil de la mochila, lo encendí y abrí un documento de Word en blanco. No sé por qué razón, inmediatamente me vino a la cabeza la imagen de un operario recorriendo los inacabables pasillos de un imaginario aeropuerto con un vehículo eléctrico, sorteando con bastante destreza a los numerosos viajeros que intentaban hacer su vida en él.